Al final del primer cálido año
decidieron vivir juntos. No fue una decisión quizá, sino una consecuencia
lógica; ni lo vieron como una prueba más atractiva que conveniente. Para ellos
era -se lo decían riendo- unir al máximo
de tentaciones con el máximo de comodidad para caer en ellas. Nunca hasta
entonces habían creído que la felicidad pudiera ser tan grande, ni un
entendimiento tan perfecto, ni la vida tan luminosa. Cuando el amante apagaba
la luz, ya la cabeza amada había aumentado de peso sobre su brazo. "¿Qué
es el tiempo?", se preguntaba: "aquello que mide el pulso de
este cuello; lo que yo tardo en sentir que esta cabeza se aísla y se aleja
quedándose a mi lado". Aquellos días fue cuando escribió: "Mientras yo te besaba / te dormiste en mis brazos. / No lo olvidaré
nunca. / Asomaban tus dientes / entre los labios: fríos, distantes, otros. / Ya
te habías ido. / Debajo de mi cuerpo seguía el tuyo, / y tu boca debajo de mi
boca. / Pero tú navegabas / por tenebrosas mares en las que yo no estaba. /
Inmóvil y en silencio / nadabas alejándote / acaso para siempre… / Te abandoné
en la orilla de tu sueño. / Con mi carne aún caliente / volví a mi sitio: /
también yo mío ya, distante y otro. / Recuperé el disfraz sobre la arena. /
“Adiós”, te dije, / y entré en mi propio
sueño / en el que tú no habitas". Pero el amante abría los ojos, y veía
la amada cabeza todavía dormida, con los labios hinchados por el sueño. Y la
recuperaba con un beso. El desayuno era como una fe de vida, y un acta
levantada a la esperanza.
Por entonces el amante trabajaba
a rachas. Estaba, sobre todo, ocupado por el amor. Fue una larga (¿larga?) luna
de miel, en la que la miel lo invadía todo, endulzaba los cuerpos, los pegaba
uno a otro. De miel y acíbar, pues el
amante nunca amó de forma sosegada. Hacía llorar a veces los ojos amados para
probar así su amor. Porque era demasiada exigencia reducir el mundo a ellos, a
unas manos, a una boca, y demasiada responsabilidad la que vertía sobre esas
manos, esa boca y esos ojos. Oían música en ocasiones sólo para trasladarse de
uno en otro, juntos, bamboleantes igual que barcos ebrios. Bebían alcohol en
ocasiones para multiplicarse y ver doble, entre risas, su gozo. Como niños
perdidos en un bosque, se buscaban y se encontraban y se extraviaban para
recuperarse. Y el amante quería enlazar a su amor con todos sus trabajos: lo
enviaba como si fuese un emisario del destino, haciendo apuestas de lo que
debía o no escribir; lo impulsaba a coleccionar canciones populares; le leía
comedias por si le divertían, acechando en un gesto el resultado… La principal
faena era el amor; lo demás, flores que se le caían de las manos: ya poemas, ya
comidas extrañas, ya proyectos; peleas y reconciliaciones apasionadas, casi
insoportables entregas y tensiones.
A los
dos años el amante se había implicado en su trabajo como en una liga que lo
inmovilizaba poco a poco, y los trabajos del amor perdidos lo arrebataban menos
en su carro de fuego. Hubo separaciones temporales, imprevisibles viajes,
desdenes repentinos, celos, celos. ("Los celos", repetían, " tienen que ser inmotivados siempre. Si fuesen con motivo se llamarían
ya cuernos".) Un distanciamiento creciente y sutil y apenas percibido
los separaba; no los dejaba verse algunos días, como una difusa niebla que va
espesando el aire y emborrona perfiles. Introdujo el amante nuevos vínculos
artificiales para agarrar lo que se le iba de las manos: un perrillo gracioso,
que necesitaba la presencia simultánea de sus dos amos; una casa más grande,
donde no era preciso, para caber, que uno estuviese siempre en brazos de otro…
Pero ¿qué puede defender de sí mismo un amante? El amor jadeaba. Hacían lo
imposible por no mudar el escenario, siendo así que los que mudaban eran ellos.
Confiaban a ciegas en la inercia del amor: como si el tiempo fuera una
garantía; como si la duración lo protegiese; como si el amor y la aventura se
distinguieran por la estabilidad y la permanencia, y no por lo que está debajo
de ellas. ( "De cuanto iba a durar no dura nada: / sólo una sed de
nuevas aguas dura… ")
El amante, sin darse cuenta,
volvió la cara hacia otro sentimiento. No suyo, sino ajeno. Se dejó envolver
por una relación en que él era el amado. Se distrajo de aquel cuerpo glorioso.
Se entusiasmó con su trabajo por recurso. Se quedó a solas con el perro. Viaja
y lo olvidaba. Se hizo más fuerte y más extraño. Perdió, en definitiva: se
perdió. En la casa de antes, tan minúscula, siguió quien en el fondo no la
había abandonado. ("No por amor no por tristeza, / no por la nueva soledad:
/ porque he olvidado ya tus ojos / hoy siento ganas de llorar. ")
Pasaron unos años de los que el amante apenas recordaba los sucesos. Era otra
inercia, era otra aspiración, era otra búsqueda. El corazón se hacía el
desentendido, y bogaba a deshora a la deriva. Atracó allí donde veía un
desembarcadero… Pasaron unos años.
La noticia fue tan cegadora y
súbita como un rayo. El páncreas, o el hígado, o no sabía qué vísceras mortales
traicionaban a aquel primer cuerpo glorioso. Una noche el amante inauguraba una
galería leyendo los poemas de amor que un solo amor le había inspirado. De amor
y de dolor, de cántico y de ultraje. Al concluir se lo comunicaron: el
requerido cuerpo agonizaba en una UVI e aquellos momentos. A la mañana
siguiente mandó todas las flores del mercado para ocultar la muerte; pero a la
muerte no la ocultan flores. Recordó, en el entierro, que la persona por la que
el mundo estuvo un tiempo en flor tenía miedo de la lluvia cuando arreciaba y
de la luna llena. Era diciembre, y cada noche la lluvia mojaba las tumbas, y la
luna, con su luz fría, las losas. El amante no le podía perdonar que no hubiese
resistido hasta el fin. -Es una broma que me está gastando. Volverá de
repente, como antes, diciéndome: -“Yo soy tu único paisaje”.- Pero nunca
volvió.
Murió también el perro. Murió
acaso el amante, que es probablemente el primero que muere. Y, si algo de él no
ha muerto, es porque lo sostiene la memoria. Y porque no es posible que muera,
ya que es el único testigo de cuanto sucedió, y, lo que una vez sucede, sucede
para siempre. Para eso es para lo que sirve el corazón de los amantes: para ser
el testimonio verdadero de este mundo, que no es verdad sino cuando el amor lo
toca. Porque en esta historia, como en todas, lo único que cuenta es lo que no
se cuenta y no es dable contar: los altibajos del sentimiento, nuestra
desvalida inseguridad, la soledad terrible de los acompañados, las
multiplicaciones de la vida y las duras cosechas del amor. De eso es de lo que
malvive aún hoy día el amante. Y de lo que vivirá quizá después de muerto.
Nunca entendió el amor de otra manera, si es que entendió el amor.
Antonio
Gala, de su libro “La soledad sonora”, 1991.
No hay comentarios:
Publicar un comentario