jueves, 16 de mayo de 2013

Historia de un amor



Al final del primer cálido año decidieron vivir juntos. No fue una decisión quizá, sino una consecuencia lógica; ni lo vieron como una prueba más atractiva que conveniente. Para ellos era -se lo decían riendo-  unir al máximo de tentaciones con el máximo de comodidad para caer en ellas. Nunca hasta entonces habían creído que la felicidad pudiera ser tan grande, ni un entendimiento tan perfecto, ni la vida tan luminosa. Cuando el amante apagaba la luz, ya la cabeza amada había aumentado de peso sobre su brazo. "¿Qué es el tiempo?", se preguntaba: "aquello que mide el pulso de este cuello; lo que yo tardo en sentir que esta cabeza se aísla y se aleja quedándose a mi lado". Aquellos días fue cuando escribió: "Mientras yo te besaba / te dormiste en mis brazos. / No lo olvidaré nunca. / Asomaban tus dientes / entre los labios: fríos, distantes, otros. / Ya te habías ido. / Debajo de mi cuerpo seguía el tuyo, / y tu boca debajo de mi boca. / Pero tú navegabas / por tenebrosas mares en las que yo no estaba. / Inmóvil y en silencio / nadabas alejándote / acaso para siempre… / Te abandoné en la orilla de tu sueño. / Con mi carne aún caliente / volví a mi sitio: / también yo mío ya, distante y otro. / Recuperé el disfraz sobre la arena. / “Adiós”, te dije,  / y entré en mi propio sueño / en el que tú no habitas". Pero el amante abría los ojos, y veía la amada cabeza todavía dormida, con los labios hinchados por el sueño. Y la recuperaba con un beso. El desayuno era como una fe de vida, y un acta levantada a la esperanza.

Por entonces el amante trabajaba a rachas. Estaba, sobre todo, ocupado por el amor. Fue una larga (¿larga?) luna de miel, en la que la miel lo invadía todo, endulzaba los cuerpos, los pegaba uno a otro. De  miel y acíbar, pues el amante nunca amó de forma sosegada. Hacía llorar a veces los ojos amados para probar así su amor. Porque era demasiada exigencia reducir el mundo a ellos, a unas manos, a una boca, y demasiada responsabilidad la que vertía sobre esas manos, esa boca y esos ojos. Oían música en ocasiones sólo para trasladarse de uno en otro, juntos, bamboleantes igual que barcos ebrios. Bebían alcohol en ocasiones para multiplicarse y ver doble, entre risas, su gozo. Como niños perdidos en un bosque, se buscaban y se encontraban y se extraviaban para recuperarse. Y el amante quería enlazar a su amor con todos sus trabajos: lo enviaba como si fuese un emisario del destino, haciendo apuestas de lo que debía o no escribir; lo impulsaba a coleccionar canciones populares; le leía comedias por si le divertían, acechando en un gesto el resultado… La principal faena era el amor; lo demás, flores que se le caían de las manos: ya poemas, ya comidas extrañas, ya proyectos; peleas y reconciliaciones apasionadas, casi insoportables entregas y tensiones.

A los dos años el amante se había implicado en su trabajo como en una liga que lo inmovilizaba poco a poco, y los trabajos del amor perdidos lo arrebataban menos en su carro de fuego. Hubo separaciones temporales, imprevisibles viajes, desdenes repentinos, celos, celos. ("Los celos", repetían, " tienen que ser inmotivados siempre. Si fuesen con motivo se llamarían ya cuernos".) Un distanciamiento creciente y sutil y apenas percibido los separaba; no los dejaba verse algunos días, como una difusa niebla que va espesando el aire y emborrona perfiles. Introdujo el amante nuevos vínculos artificiales para agarrar lo que se le iba de las manos: un perrillo gracioso, que necesitaba la presencia simultánea de sus dos amos; una casa más grande, donde no era preciso, para caber, que uno estuviese siempre en brazos de otro… Pero ¿qué puede defender de sí mismo un amante? El amor jadeaba. Hacían lo imposible por no mudar el escenario, siendo así que los que mudaban eran ellos. Confiaban a ciegas en la inercia del amor: como si el tiempo fuera una garantía; como si la duración lo protegiese; como si el amor y la aventura se distinguieran por la estabilidad y la permanencia, y no por lo que está debajo de ellas. ( "De cuanto iba a durar no dura nada: / sólo una sed de nuevas aguas dura… ")

El amante, sin darse cuenta, volvió la cara hacia otro sentimiento. No suyo, sino ajeno. Se dejó envolver por una relación en que él era el amado. Se distrajo de aquel cuerpo glorioso. Se entusiasmó con su trabajo por recurso. Se quedó a solas con el perro. Viaja y lo olvidaba. Se hizo más fuerte y más extraño. Perdió, en definitiva: se perdió. En la casa de antes, tan minúscula, siguió quien en el fondo no la había abandonado. ("No por amor no por tristeza, / no por la nueva soledad: / porque he olvidado ya tus ojos / hoy siento ganas de llorar. ") Pasaron unos años de los que el amante apenas recordaba los sucesos. Era otra inercia, era otra aspiración, era otra búsqueda. El corazón se hacía el desentendido, y bogaba a deshora a la deriva. Atracó allí donde veía un desembarcadero… Pasaron unos años.

La noticia fue tan cegadora y súbita como un rayo. El páncreas, o el hígado, o no sabía qué vísceras mortales traicionaban a aquel primer cuerpo glorioso. Una noche el amante inauguraba una galería leyendo los poemas de amor que un solo amor le había inspirado. De amor y de dolor, de cántico y de ultraje. Al concluir se lo comunicaron: el requerido cuerpo agonizaba en una UVI e aquellos momentos. A la mañana siguiente mandó todas las flores del mercado para ocultar la muerte; pero a la muerte no la ocultan flores. Recordó, en el entierro, que la persona por la que el mundo estuvo un tiempo en flor tenía miedo de la lluvia cuando arreciaba y de la luna llena. Era diciembre, y cada noche la lluvia mojaba las tumbas, y la luna, con su luz fría, las losas. El amante no le podía perdonar que no hubiese resistido hasta el fin. -Es una broma que me está gastando. Volverá de repente, como antes, diciéndome: -“Yo soy tu único paisaje”.-  Pero nunca volvió.

Murió también el perro. Murió acaso el amante, que es probablemente el primero que muere. Y, si algo de él no ha muerto, es porque lo sostiene la memoria. Y porque no es posible que muera, ya que es el único testigo de cuanto sucedió, y, lo que una vez sucede, sucede para siempre. Para eso es para lo que sirve el corazón de los amantes: para ser el testimonio verdadero de este mundo, que no es verdad sino cuando el amor lo toca. Porque en esta historia, como en todas, lo único que cuenta es lo que no se cuenta y no es dable contar: los altibajos del sentimiento, nuestra desvalida inseguridad, la soledad terrible de los acompañados, las multiplicaciones de la vida y las duras cosechas del amor. De eso es de lo que malvive aún hoy día el amante. Y de lo que vivirá quizá después de muerto. Nunca entendió el amor de otra manera, si es que entendió el amor.

Antonio Gala, de su libro “La soledad sonora”, 1991.


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